El Eternauta y el olvido del sentir

El Eternauta y el olvido del sentir

La riqueza simbólica de El Eternauta y las posibles analogías sobre el poder, la obediencia y el ser en la actualidad.

Con la llegada de la serie El Eternauta a Netflix, la emblemática historieta argentina de Héctor Germán Oesterheld vuelve a ocupar un lugar en las conversaciones cotidianas como un espejo simbólico que permite mirar fuerzas aún activas en nuestro presente. 

Mucho se ha dicho sobre su contexto, su autor y su trágico final. Pero más allá de su valor histórico, El Eternauta despliega imágenes que siguen resonando: la nevada que cae sin aviso, los cuerpos que obedecen, las manos que deciden desde las sombras, los humanos que olvidaron su humanidad. 

¿Qué revela esta historia sobre nuestras formas de vivir, de pensar, de actuar? ¿Y qué podríamos descubrir si dejáramos de verla como una ficción lejana y comenzáramos a leerla como reflejo de lo real? 

El Eternauta muestra enemigos que avanzan desde afuera, pero también cómo ciertas fuerzas se instalan dentro de cada persona. En su relato de invasión y resistencia, nos muestra las múltiples formas en que los seres humanos responden frente a lo incierto, lo amenazante, lo impensado. 

Ante el conflicto vemos cómo cada persona reacciona de forma distinta: algunos se repliegan, otros se alienan, otros se suman al enemigo quizás por miedo o conveniencia. También están quienes eligen ver, comprender y cuidar la vida incluso en medio del colapso

¿Qué es lo que lleva a algunas personas a actuar en coherencia con la vida, mientras otras eligen caminos que fortalecen aquello que las limita? ¿Desde dónde nace la fuerza que permite sostenerse fiel a lo que se siente, incluso en medio del caos? 

A través de una narración que entrelaza lo fantástico con lo humano, la obra deja ver más que un conflicto externo: opera como símbolo de dinámicas que se reproducen en nuestra realidad cotidiana. Lo que parece una lucha por la supervivencia expone, en verdad, las tensiones entre poder, sumisión y conciencia

Esta nota propone un recorrido que va desde las estructuras visibles del poder hasta las lógicas internas que nos habitan. Porque en cada escena se plantea una tensión que sigue vigente: ¿Cómo se filtran en nosotros las lógicas que silencian el sentir? ¿Y cómo saber si lo que decidimos responde a algo propio o a estructuras internas que nos habitan sin que lo notemos?  

Cuando el enemigo no se ve 

La nieve empieza a caer: silenciosa, blanca, mortal. No hace falta comprenderla para temerla. Alcanza con verla invadirlo todo: cubrir las calles, los techos, las palabras; entrar en las casas, en los vínculos, en la piel. 

En El Eternauta, la nieve que cae es el inicio de la amenaza.  Llega sin previo aviso, así como en nuestra vida cotidiana cuando nos invade algo que parece inofensivo: una imagen que se repite en las redes, una frase disfrazada de consigna, una expectativa instalada que solo posterga el presente, un miedo que se instala. 

¿Y si esa nieve no viniera de otro mundo, sino del nuestro? ¿Y si no fuera otra cosa que una sustancia que se infiltra —en lo que vemos, en lo que comemos, en lo que creemos— y que, sin saberlo, va desdibujando el contacto con lo real? ¿Y si ya la estuviéramos respirando desde hace tiempo?

A veces, la influencia carece de rostro, de forma, de límites claros. Se cuela como una lógica que se vuelve verdad y nos direccionan hacia formas de vida que no nacen de nuestra elección. Los caminos por donde el sentir podría volverse acción se van cerrando sin que lo notemos. 

Cuando el terreno ya está debilitado, aparecen las figuras más visibles: los cascarudos. Parecen no avanzar por impulso propio ni por conciencia, como si cumplieran una función con una precisión que no necesita reflexión. Sostienen un orden que quizás no les pertenece, pero que protegen como si lo fuera. Atacan sin criterio, de forma automática y sin razonar.

¿A qué instrumentos de nuestro sistema actual se asemejan? Y ¿qué es aquello que con tanta eficiencia logro moldearlos para que con tanta convicción dediquen sus vidas a servir a quienes atentan contra la vida? 

Más adelante, podemos ver personas que son humanos en apariencia, pero con un núcleo reconfigurado por completo. Parecen haber sido afectados por algo desconocido y, como resultado se vuelven contra su misma especie sin cuestionar. Parecen no recordar otras formas posibles de estar en el mundo y no diferenciar entre lo impuesto y su propio deseo, que se ha disuelto. Y en esa certeza sin fisuras, su lealtad se vuelve peligrosa porque ya no saben que hay algo que proteger. 

¿De qué manera han sido manipulados para volverse contra los humanos? ¿Qué poder les ha calado tan hondo para que se olviden de sí mismos?  Y ¿por qué defienden la lógica del sistema como si fuera propia? 

No hacen falta invasiones para que una cultura se instale. Basta con observar cómo nos relacionamos, cómo justificamos lo que nos aleja, cómo repetimos lo que escuchamos como si nos perteneciera. El sistema no necesita imponerse cuando ya fue naturalizado. Opera desde adentro cuando las reglas que lo sostienen se confunden con la vida misma.  

Por último, se revelan las “manos”. Son quienes diseñan la arquitectura del sometimiento sin exponerse. Lejos del frente, lejos del conflicto, pero no por eso ausentes. Hacen girar el engranaje sin cargar armas ni levantar la voz. Operan desde escritorios invisibles, con autoridad suficiente para definir el curso de millones de vidas. Crean las condiciones para que las personas terminen ajustándose por sí solas. 

La amenaza no siempre se anuncia. A veces llega en silencio. A veces ya está en marcha. Y a veces, sin darnos cuenta, somos parte de ella

Las decisiones en medio del caos 

Las escenas más inquietantes de El Eternauta tienen que ver con las decisiones humanas que se toman en medio del caos, muchas veces difíciles de explicar. Y lo que más nos llama la atención es que algunas personas comienzan a colaborar con las fuerzas invasoras. Es posible que actúen por miedo, por necesidad de pertenecer, por confusión, por la promesa de seguridad, o por alguna otra razón que desconocemos. Pero en ese gesto se revela una de las claves más inquietantes de la obra: la fidelidad a lo que nos daña

En El Eternauta, hay un momento en que Juan y los demás sobrevivientes son convocados a sumarse al ejército humano que organiza la resistencia. Reciben instrucciones, se integran a una estructura que ofrece armamento, órdenes y un enemigo definido. En medio del colapso, la claridad de esa causa parece brindar dirección. La obediencia, en ese punto, todavía responde a un propósito colectivo. Pero ese orden aparente es apenas el inicio de una lógica que, más adelante, irá mostrando su verdadero rostro. 

Más adelante, los protagonistas son trasladados a una base que promete protección y organización. Nuevas jerarquías aparecen, nuevas órdenes, nuevos uniformes. Pero la cadena de mando se vuelve cada vez más difícil de descifrar. No queda del todo claro si quienes obedecen comprenden a quién responden o si, en medio del caos, prefieren no hacerse esa pregunta. La acción ya no responde a una necesidad interna, sino a una lógica externa que organiza desde afuera. Lo cierto es que la obediencia parece surgir más de un anhelo de orden y pertenencia que de una convicción real. Aferrarse a una estructura que otorgue dirección se vuelve, en ese contexto, una forma de sostenerse. Y es en ese desplazamiento sutil, cuando la obediencia se impone al discernimiento, comienza a apagarse algo esencial: la capacidad de actuar desde lo propio, desde eso que nos conecta con lo vivo. 

Desde temprano, también nosotros atravesamos ese desplazamiento. La escuela enseña a repetir antes que a explorar, el hogar premia el buen comportamiento por encima de la autenticidad, y los vínculos valoran más el deber que la expresión genuina. Así, se va instalando una forma de estar en el mundo que prioriza el cumplimiento por encima de la búsqueda, el deber por sobre el deseo. Lo que en la infancia era entusiasmo, juego, impulso espontáneo, se transforma poco a poco en hábito, expectativa y costumbre. Lo que al principio fue una adaptación al entorno, con el tiempo puede volverse una fidelidad a moldes que nada tienen que ver con lo que en verdad somos

Y esa fidelidad no siempre se percibe como sumisión, porque lo que alguna vez fue impuesto termina pareciendo propio, y las ideas que limitan se instalan con apariencia de sentido común. Personas sensibles y vitales pueden terminar defendiendo discursos que las empobrecen, eligiendo caminos que las alejan de sí mismas o justificando sistemas que agotan la vida que dicen proteger. Resignan lo que sienten para formar parte, y en ese hábito repetido, la costumbre termina moldeando una vida ajena al ser.  

Un recuerdo bajo la nieve, donde el sentir vive 

La última escena muestra a Juan observando cómo una multitud se acerca, en silencio, a las manos. La entrega ocurre con naturalidad, como si cada persona, en algún momento, hubiera soltado su voluntad sin advertirlo. Juan permanece en quietud, presente, sostenido en una atención que parece contener algo más que simple pasividad. Su mirada guarda tensión, como si algo en su interior siguiera despierto. ¿Ve lo que los demás dejaron de ver? ¿Recuerda lo que otros dejaron atrás? Tal vez en esa mirada resista una memoria, un resto de conciencia, un fragmento de libertad que sigue latiendo

Tal vez lo verdaderamente humano empiece ahí: en ese instante mínimo donde aún somos capaces de reconocer lo que alguna vez sentimos. En volver la atención hacia eso que nos movía antes de acostumbrarnos. En abrir espacio a una fidelidad más profunda: la que nos devuelve al cuerpo, al deseo, y al sentir genuino que nos orienta hacia una vida alineada a nuestro sentir.  

Si todavía queda una pizca de humanidad latente, hay algo en nosotros que no termina de apagarse, incluso cuando ya parece haberse rendido. Un hilo sutil que atraviesa la costumbre, la obediencia y el miedo. A veces se manifiesta como una incomodidad leve, un vacío difícil de nombrar, una pregunta que insiste en el cuerpo, aunque la mente la ignore. Otras veces aparece como un temblor, como un recuerdo que pareciera venir del alma: un impulso, una imagen, un deseo que parecía perdido. Eso que aún nos llama desde adentro, cuando todo lo demás parece silenciarse. 

Porque, aunque la nieve caiga, aunque las manos sigan dictando el rumbo y el mundo repita sus formas de obediencia, siempre queda la posibilidad de una mirada que permanece atenta y que todavía recuerda. Una atención viva y una fidelidad más profunda a eso que en el fondo brilla cuando volvemos al cuerpo, al deseo, al sentir genuino que alguna vez supimos habitar. Es en ese espacio donde lo humano vuelve a abrirse y algo se acomoda en silencio. Entonces, incluso en medio del caos, puede asomar el recuerdo del sentir que nos orienta hacia el ser. 


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La riqueza simbólica de El Eternauta y las posibles analogías sobre el poder, la obediencia y el ser en la actualidad.

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